Villahermosa vuelve a aparecer como una de las ciudades con mayor percepción de inseguridad del país. Según la Encuesta Nacional de Seguridad Urbana del INEGI, el 90.6% de sus habitantes mayores de 18 años dijo sentirse inseguro. Aunque el dato representa una leve mejoría frente al 95.3% del trimestre anterior, la ciudad sigue encabezando una lista que nadie desea liderar.
Lo curioso es que, al mismo tiempo, la percepción de efectividad del gobierno de la ciudad para resolver las principales problemáticas no es tan baja como cabría esperar: 29%, apenas por debajo del promedio nacional (31.4%). Entonces, ¿por qué el miedo persiste con tanta fuerza? ¿Qué hace que, incluso cuando los datos mejoran un poco, el sentimiento de inseguridad prevalezca?
La respuesta no está solo en lo que ocurre, sino en cómo se vive lo que ocurre. Durante muchos años, Villahermosa fue vista como una ciudad estable, donde las personas vivían con la confianza de que «aquí no pasa nada grave». Ese tipo de confianza colectiva no nace de un día para otro; se construye con el tiempo, con experiencias repetidas de normalidad. Es lo que algunos llaman un imaginario social: una forma compartida de ver el mundo que da sentido a lo cotidiano.
Cuando de pronto irrumpe la violencia —una balacera, un secuestro, un robo, un hecho inesperado—, ese imaginario se rompe. Y el miedo no se limita al evento en sí, sino que va más allá: aparece la sensación de que el entorno ya no es confiable, de que todo puede pasar, de que incluso las rutinas más simples pueden tornarse peligrosas. No se trata solo de miedo al crimen, sino de miedo a haber perdido el control del mundo que uno creía conocer.
Ese quiebre tiene un efecto profundo también en lo emocional. Quienes han vivido durante años sin convivir con la violencia carecen, en general, de recursos inmediatos para procesarla. Es como si la ciudad entera hubiese sido sacudida por dentro abruptamente: no estaba preparada, no tiene respuestas. A eso se le puede llamar un trauma colectivo. Al igual que ocurre con los traumas personales, el impacto no depende solo de la magnitud del evento, sino del contraste con la realidad anterior.
Por eso, cada nueva noticia —aunque no sea grave en términos estadísticos— se siente como una confirmación de que la ciudad ya no es la misma. Por eso también las medidas oficiales, aunque necesarias, no logran aliviar del todo el malestar, pues lo que se rompió no es solo la paz, sino la confianza.
Recuperarla no será tarea sencilla. No basta con bajar los índices delictivos si la gente sigue sintiendo que ha perdido el suelo. Es necesario también reconstruir la idea de comunidad, restaurar la sensación de que el espacio público puede volver a ser habitable, y que lo cotidiano puede transcurrir sin miedo.
Dicho de otra forma, a veces lo que más duele no es la violencia en sí, sino la pérdida del mundo que dábamos por hecho. ■