La crisis que se registró en el Instituto Tecnológico Superior de Los Ríos (Balancán, Tabasco), evidencia con crudeza cómo los conflictos educativos pueden trascender el ámbito académico y convertirse en focos de desestabilización política y social. Lo que comenzó como una protesta contra presuntos actos de corrupción cometidos por el director de la institución terminó escalando hasta convertirse en un punto de inflexión nacional en torno a los límites del derecho a la protesta, los derechos colectivos y el uso de la fuerza por parte del Estado.
El desalojo de estudiantes que bloqueaban el acceso principal al municipio fue la chispa que agudizó el problema en la región. Desde entonces, la indignación no hizo más que crecer. Alumnos de otras instituciones se sumaron a las manifestaciones, la presión política se intensificó y el conflicto se desplazó del terreno administrativo al político. En ese tránsito, el movimiento perdió su enfoque centrado en la educación.
En el fondo del problema reside el choque entre dos derechos fundamentales: el derecho a la protesta y el derecho al libre tránsito. Desde una perspectiva jurídica liberal, como la de John Stuart Mill, los derechos individuales encuentran su límite en los derechos de los demás. Mill advertía que la libertad no puede considerarse absoluta cuando su ejercicio causa perjuicio a terceros. En este caso, el bloqueo de vías principales afectó la vida cotidiana de cientos de ciudadanos, obstaculizó servicios esenciales —como los de salud y transporte público— y generó un caos considerable en una región con una infraestructura ya de por sí frágil.
Si bien es comprensible el malestar de los manifestantes, la forma en que se expresó plantea una vieja, pero siempre vigente pregunta: ¿hasta qué punto es legítimo exigir justicia violando otros derechos fundamentales? No se trata de deslegitimar la protesta —herramienta crucial para la transformación social—, sino de exigir proporcionalidad, responsabilidad y la búsqueda de vías pacíficas de resolución.
A ello se sumó la intervención de actores políticos opositores, que contribuyó a distorsionar las demandas originales, convirtiendo el movimiento en una batalla ideológica. El episodio de agresiones contra el Secretario de Gobierno, José Ramiro López Obrador, ilustra cómo la violencia genera más violencia, y cómo, en nombre de la justicia, se termina muchas veces replicando los mismos métodos que se pretendían denunciar.
La radicalización del movimiento, con un pliego petitorio desproporcionado y una negativa rotunda al diálogo, socavó la legitimidad inicial de la protesta. Los conflictos pueden ser funcionales si canalizan tensiones hacia soluciones constructivas. Pero cuando se vuelven absolutos e inflexibles, se tornan destructivos.
En este caso, como en muchos otros, no se cuestiona el derecho a la protesta, sino los métodos y sus consecuencias. Un derecho pierde legitimidad cuando se impone a costa del bienestar común. En una sociedad democrática, todos los derechos deben coexistir bajo los principios de equidad y respeto. Defender la educación implica también defender los valores que la hacen posible: la razón, el diálogo, la legalidad y la paz. ■