Hay denuncias que se pierden en el papeleo. Otras que se apagan en el ruido. Y hay algunas que, por su fuerza, por su contexto, por su momento, se convierten en un llamado nacional. El caso de la madre Katia Fernanda Vargas Berman pertenece a esta última categoría. No porque lo haya decidido ella, sino porque lo decidió el país al escucharla.
Lo que Katia hizo fue hablar. Lo que dijo fue grave. Lo que develó es doloroso. Y lo que provocó fue inevitable: que el Estado se pronunciara.
En sus videos, compartidos en redes sociales, no hay dramatismo impostado ni guion elaborado. Hay una madre que teme por sus hijos, que acusa a su expareja de poner en riesgo su seguridad tras la reiterada sustracción de los menores, y que denuncia la indiferencia institucional de diversas autoridades de Jalisco, entre ellas a la jueza Susana Betancourt Flores. Los niños Paolo y León son el centro de una historia que ya no puede tratarse como privada.
Este miércoles, la presidenta Claudia Sheinbaum abordó el caso en su conferencia matutina. Lo hizo con firmeza, instruyendo a Citlali Hernández, titular de la Secretaría de las Mujeres, a intervenir. Ese gesto, aunque simbólico, marca un punto de quiebre. Porque cuando el poder ejecutivo reconoce una denuncia surgida desde redes sociales, la convierte en expediente público. Y con ello, asume una responsabilidad que no puede delegarse ni diluirse.
Pero el reto no está solo en atender. Está en cómo se atiende. Activar protocolos de protección, evaluar riesgos, brindar acompañamiento legal y psicosocial, y garantizar que las instituciones locales respondan con oportunidad, no es suficiente si el proceso se convierte en espectáculo. Si se expone a los menores. Si se revictimiza a quien ya ha sido vulnerada.
Katia no es la primera mujer que denuncia violencia familiar. Y, lamentablemente, no será la última. En Yucatán, el recuerdo de Emma Gabriela Molina Canto sigue siendo una herida abierta. Ella también denunció. Ella también pidió protección. Y fue asesinada por órdenes de su exesposo. Su caso, como el de Katia, nos recuerda que la omisión institucional puede costar vidas.
La violencia familiar no puede seguir tratándose como un asunto doméstico. Es un problema público. Es una deuda histórica. Y cuando una mujer alza la voz, no solo denuncia, también convoca: a la sociedad, a las instituciones, al periodismo, al poder. Convoca a mirar de frente lo que incomoda.
Katia ya hizo lo más difícil. Ahora le toca al Estado demostrar que no solo escucha. Que también actúa. Porque si esta denuncia se diluye en la agenda, el mensaje será devastador. Y si se atiende con rigor, con respeto, con justicia, entonces sí: estaremos ante un sistema que empieza a transformarse. ■


