En una sociedad democrática, la información es poder. Pero como todo poder, su uso indebido puede causar estragos. En la era de las redes sociales, donde basta abrir una cuenta para autodenominarse “comunicador” o “periodista independiente”, se ha desdibujado la frontera entre el derecho a opinar y la obligación de informar con veracidad. La consecuencia es una peligrosa distorsión del debate público.
Casos recientes ilustran esta tendencia. En el Mercado Público “Florentino Hernández Bautista”, de la Colonia Gaviotas, algunos locatarios calificaron como injustificada la clausura de sus espacios comerciales, realizada por el Ayuntamiento de Centro. Las acusaciones se propagaron rápidamente en algunas redes de dudosa credibilidad, es decir, amplificadas por cuentas con apariencia de medios, pero sin ninguna de las garantías del periodismo: sin contrastar fuentes, sin pruebas, sin rigor. Pocos o ninguno mencionó que la clausura se basó en una violación al artículo 74 del Reglamento de Mercados: modificaciones estructurales realizadas sin autorización previa.
Otro ejemplo se dio con la difusión, cargada de mofa y desinformación, de una supuesta «nueva» cuota en los panteones municipales. Se acusó a la alcaldesa Yolanda Osuna de imponer un impuesto injusto, cuando en realidad se trata de una cuota establecida desde 2006 (artículo 79 del Reglamento de Panteones), correspondiente a dos UMAs (hoy $226.28), y que no se aplica de forma retroactiva. La norma no era nueva; lo nuevo fue la estrategia de desprestigio.
Estos episodios demuestran que no todo lo que se publica es periodismo. La información —como la justicia— requiere equilibrio, pruebas y contexto. Lo contrario es simple propaganda o, peor aún, difamación.
En este contexto, el periodismo de datos se presenta como un antídoto necesario. No se trata solo de hacer gráficos atractivos o publicar cifras en hojas de cálculo, sino de sostener los hechos con documentación verificable, de contar historias con evidencias sólidas.
No es un llamado a silenciar la crítica, sino a fundamentarla. Una ciudadanía informada necesita saber si lo que lee tiene una base empírica, si se han consultado las partes involucradas, si hay documentos públicos que respalden los señalamientos. De lo contrario, asistimos a un nuevo tipo de violencia: la violencia de la desinformación.
Un tuit viral o un video indignado no son, por sí solos, periodismo. La responsabilidad de informar implica algo más profundo: verificar, contrastar y contextualizar. Exige, sobre todo, entender que el periodismo, cuando se ejerce con rigor, es un servicio público. Pero cuando se usa como arma, se convierte en una forma de violencia. No hay democracia posible sin periodismo serio, y no hay periodismo serio sin responsabilidad. ■