Faro Político | Los nuevos siete pecados ► Por: Ernesto C. León

El genio inmortal de Bertolt Brecht nos legó una obra magistral, un ballet cantado titulado Los siete pecados capitales del pequeño burgués. En ella, dos hermanas recorren América para ganar dinero, traicionando sus ideales y su dignidad, pecado a pecado, con tal de construir su “pequeña casa” soñada. La obra no es sobre los vicios del hombre, sino sobre la hipocresía de un sistema que obliga a vender el alma a cambio de un lugar en el mundo.

Hoy, en el México de la transformación, asistimos a una puesta en escena no menos cínica y reveladora. Los apóstoles de la austeridad republicana, aquellos que hicieron de la frugalidad y la “vida sencilla” un estandarte político, han comenzado su propio viaje de siete pecados por el mundo del lujo y la opulencia. Ya tienen su “pequeña casa” en el poder, y ahora la amueblan con todo lo que alguna vez denostaron.

Brecht, con su mirada fría y desencantada, lo habría entendido a la perfección. El primer pecado, la pereza, ya no es no trabajar, sino haber trabajado tanto para llegar al poder que ahora se consideran con el derecho de descansar… en suites presidenciales de hoteles de cinco estrellas en el extranjero. La gula no es comer por hambre, sino degustar manjares exóticos mientras se predica el ahorro. La lujuria es el amor desinteresado… por las etiquetas de diseñador, los relojes suizos y los coches de alta gama.

El orgullo, el más trágico de los pecados brechtianos, ya no es preservar la dignidad artística, sino creer que su nueva posición los convierte en una nueva aristocracia, con derecho a disfrutar de los privilegios que heredaron de los que decían combatir. Se visten de Prada y se calzan de moral flexible, convencidos de que su lucha pasada les otorga un cheque en blanco para el presente.

Y he aquí la ironía final, el pecado que corona todos los demás: la avaricia. No la avaricia del que roba directamente del erario (eso sería muy del viejo régimen), sino la del que justifica sus excesos con la excusa más burguesa imaginable: “es que mi actividad particular me lo permite”. Es el hurto perfecto, el engaño sublime. Transforman el capital político en capital económico y luego exhiben este último como trofeo de su éxito “personal”.

Pero cuidado, no caigamos en la trampa de la crítica fácil. Quienes señalan este circo desde la oposición no lo hacen desde un dechado de virtudes, sino desde una visión profundamente clasista. El panista encopetado, el priista ambicioso y el empresario cómodo se escandalizan no por el pecado, sino por los pecadores. Para ellos, el lujo, los viajes en jet privado y las joyas son un derecho divino, una herencia de su cuna y su fortuna. Lo intolerable no es el estilo de vida; es que quienes ayer no tenían derecho a ni siquiera servir el café, hoy se atrevan a sentarse a la mesa y pedir el caviar.

La pregunta inevitable es qué queda de la cercanía prometida con el pueblo que los llevó al poder. Podrán rodearse de lujos y privilegios, pero no recuperarán la confianza erosionada cuando sus actos traicionan sus dichos. En política, la única deuda impagable es la legitimidad ciudadana: una vez desgastada, no hay moneda que logre restituirla. ■

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