La delgada línea entre la “inteligencia en materia de seguridad pública” y la manipulación informativa resulta cada día más difusa. Pareciera que basta con asegurar que “un nombre” fue mencionado en una supuesta intervención telefónica para sembrar sospechas contra autoridades, erosionar su reputación y, de paso, debilitar el delicado entramado que sustenta el Estado de derecho en nuestro país.
En este terreno resbaladizo transita el caso de Hernán Bermúdez, exsecretario de Seguridad y Protección Ciudadana de Tabasco, por presuntos vínculos criminales con el grupo denominado La Barredora. En las últimas semanas circuló con profusión la versión de que existían documentos del Ejército mexicano, filtrados por Guacamaya Leaks, con registros de llamada telefónicas en las que se identifica a Bermúdez como cabecilla criminal.
Portales de noticias así como perfiles “influyentes” en redes sociales, han calificado el caso como una “bomba política” al interior de Morena, que pone en entredicho la gestión de Adán Augusto López y Carlos Merino y afloja los ya tensos lazos con el gobernador Javier May.
Pero no es la primera vez que un fenómeno así ocurre. En 2009, el ex titular de la entonces Procuraduría General de Justicia del Estado, Gustavo Rosario Torres, denunció que era objeto de persecución para vincularlo con el crimen organizado, mediante grabaciones telefónicas divulgadas por una organización civil, en las que supuestamente reconocía proteger a delincuentes. Aún se desconoce si esas grabaciones eran auténticas o insertadas ex profeso para condenarlo, al menos públicamente.
Otro caso, mucho más lamentable, fue el asesinato de Alex Álvarez —exprocurador (2007-2012)— precedido por señalamientos en medios locales sobre conversaciones interceptadas en las que, supuestamente, dialogaba con sospechosos. Álvarez no logró desmentir públicamente esos señalamientos, y su caso se cerró sin esclarecer las versiones de audio que circularon en WhatsApp.
Vemos así como la fabricación o filtración de escuchas o documentos arroja una sombra de duda sobre la eficacia y la imparcialidad de la justicia. Cuando un teléfono intervenido —legal o ilegalmente— se convierte en caja de resonancia de informaciones a medias, el ciudadano común ignora si lo que suena es verdad o es artificio: y en este caldo de incertidumbre, las verdaderas investigaciones pierden fuerza.
Volviendo al caso de Hernán Bermúdez, ya está confirmado que la Fiscalía General de la República emitió una orden de aprehensión en su contra por su presunta participación en delitos de delincuencia organizada, extorsión y actividades vinculadas al narcotráfico.
Hasta el momento, el exfuncionario permanece prófugo y, según informes militares, abandonó el país con rumbo a Centroamérica y podría encontrarse en Brasil, mientras la FGR coordina acciones con Interpol y autoridades internacionales para su localización y detención.
Y, por si faltara condimento a la trama, a mediados de la semana pasada comenzaron a circular en redes sociales y grupos de WhatsApp versiones que aseguraban que Hernán Bermúdez Requena había sufrido un paro cardiaco en una pista clandestina de Panamá mientras huía a España.
Ante este torbellino de rumores y filtraciones ─anónimas o no─, la justicia mexicana enfrenta su prueba decisiva: rescatar su credibilidad no con titulares escandalosos, sino con procesos íntegros. Urge que el derecho a la defensa no sea sepultado por montañas de audios turbios, o mucho peor, que la culpabilidad quede a resguardo de procesos viciados por las especulaciones.
Solo la transparencia y el rigor judicial podrán cortar este nudo gordiano donde la difamación se viste, cínicamente, de inteligencia. ■